El concepto de Ego (cuyo significado original en latin es: “yo”) tiene diferentes acepciones según los autores o las ramas de la psicología que lo observan. Básicamente en psicología, cuando hablamos de ego, hablamos de la instancia psíquica a través de la cual el individuo se reconoce como un “yo” singular y es consciente de su identidad. Para el psicoanálisis freudiano, la psique estaría divida en tres instancias. El “ello” (id) correspondería a los deseos e impulsos más profundos de la persona (en gran parte inconscientes). El “superyó” (superego) estaría formado por la moral y las reglas sociales (en parte inconscientes y en parte conscientes) a través de la cuales el sujeto genera su comportamiento. Y finalmente el yo (ego), equilibra los dos otros y permite al ser humano satisfacer sus impulsos y necesidades a través de parámetros sociales.
Sin embargo, en el lenguaje coloquial, solemos hacer referencia al Ego como un exceso de atención o interés hacia uno-mismo y a la necesidad de ser reconocido socialmente: “Ese tipo tiene tanto ego que sólo se ve a sí-mismo”.
Todos tenemos un Ego, es decir una consciencia de nosotros mismo como entes separados, distinguibles, y a veces únicos. Y eso es normal. Hasta cierto punto es necesario saber lo que queremos y hacia donde nos dirigimos.
Según la cultura a la que pertenecemos, esa conciencia de nuestro “yo” tenderá a ser más o menos pronunciada, según el grado de independencia frente al clan original para la supervivencia (clan familiar, tribal, comunitario, etc…). En las sociedades occidentales, según Ronald Inglehart, politólogo de la Universidad de Míchigan (USA), en su libro “Modernización, Cambio Cultural y Democracia”, hemos pasado de valores racionales-seculares desde el Renacimiento hasta el Siglo de las Luces, a valores de auto-expresión que acompañan el desarrollo económico de las sociedades post-industriales. De ahí que el coaching como herramienta para establecer y alcanzar nuestros objetivos personales y lograr la auto-realización, sea un valor en alza.
Sin embargo, esa conciencia de nuestro “yo” y esa autonomía no tienen porque convertirnos en seres con más Ego.
El problema nace cuando necesitamos el reconocimiento externo de ese “yo” para tener autoestima. A todos nosotros nos gusta que nuestro entorno nos acepte, nos aprecie y reconozca nuestra valía. Pero los que tengamos como meta exclusivamente el obtener reconocimiento y éxito estaremos perdidos. Esa necesidad de reconocimiento, ese exceso de atención e interés hacia la representación externa de uno mismo es el “Ego”. Y éste es un arma de doble filo: así como puede llegar a ser un gran motivador que nos empuje a superarnos cada día para alcanzar el aplauso, puede también llegar a ser el mayor depresor, si no conseguimos ese reconocimiento y la atención esperados. Muchas personas confunden el concepto de “amor”, es decir la creación de relaciones afectivas equilibradas, con el reconocimiento. A falta de lo primero, su sistema nervioso opta por lo segundo, ya que los dos ayudan a generar dopamina, la hormona del placer. Y de ahí las adicciones al trabajo, al éxito, al poder, y a todos los símbolos de contribuyen a la construcción de un estatus que genere admiración, o por lo menos atraigan la atención.
Las filosofías orientales llevan siglos estudiando este tema de la gestión del “Ego”. El Bhagavad Gita, célebre texto sagrado hinduista, cuenta cómo mantener tu centro y seguir siendo guerrero y príncipe hayas ganado o perdido una batalla, estés en la cumbre del éxito o seas despreciado por todos. Hoy en día en términos más psicológicos que filosóficos, se habla de motivación intrínseca y motivación extrínseca. Los estudios de Teresa Amabile (de la Universidad de Harvard), de Carole Dweck (de la Universidad de Stanford) o de Douglas McGregor (de MIT), se centran en las ventajas de tener motivos intrínsecos donde “la persona se preocupa menos por las gratificaciones externas que aporta una actividad y más por la satisfacción inherente a la misma”. Mihaly Csikszentmihalyi, durante años director del departamento de psicología de la Universidad de Chicago y uno de los grandes influyentes de la psicología positiva de nuestro siglo, en su libro “Fluir, una psicología de la Felicidad”, describe cómo el proceso de máxima concentración en una tarea creativa que nos motiva, que genera ese estado de “flow”, es lo que más nos aleja de la conciencia de las necesidades de nuestro “yo” y lo que más nos acerca a la felicidad.
¡Tiene gracia! ¡Cuánto más nos olvidamos de las necesidades inmediatas de nuestro “Ego” más generamos ese estado que se parece a la felicidad! Nada nuevo… Sólo que se trata de aprender a hacerlo…